Clara Peya (Castell de Montjuïc, 02/07/20)

Clara Peya (Foto: Carles Rodríguez Marín / Curtcircuit)

Puede que la demora a la hora de entregar esta crónica haya sido providencial. Un lunes triste en el que el Govern ha decidido cancelar las actividades culturales y deportivas cuando está demostrado que no son vectores de contagio. ¿Por incompetencia?, podríamos preguntarnos. Pues cuando el primer perjudicado y demonizado es el mismo sector crónicamente precario de siempre, hay que hablar de una decisión política hecha a sabiendas, la expresión más burda de una violencia estructural, sistémica cuya estrategia perversa consiste en: a) mantenernos aislados en el individualismo productivista, que esquilma las redes de fraternidad familiar, vecinal y afectiva, a la vez que nos perpetúa como engranajes necesarios del capitalismo (producción a bajo coste y consumo); b) exención de responsabilidades de las instituciones, que hacen uso del individualismo para culpabilizar de todos los males a ese ciudadano que no se ha esforzado, y c) en este escenario, desviar la atención y culpabilizar al eslabón más débil porque ¿verdad que es más atractivo creer que un grupo de gente que baila están invocando al diablo de la pandemia que nos matará a todos, como si fuésemos brujas en un aquelarre?

No deja de ser otro aspecto más de la violencia sistémica en la que estamos inmersos. Bailar es un acto político. Cantar es un acto político. Acudir a una exposición es un acto político. Lo personal es político, y estamos viviendo una época en que, con la excusa de la pandemia, los trileros políticos juegan con el relato de la responsabilidad individual no por el bien común, sino por mantener el status quo, por limpiarse las manos y arrearse de tortas entre siglas políticas. Una irresponsabilidad que costará vidas y que, además, nos hará más pobres, más precarios y más tontos.

DJ Metralleta Selecta (Foto: Carles Rodríguez Marín / Curtcircuit)

Y decía lo de la providencia porque la violencia en nuestra vida íntima y personal es el eje principal del discurso de Clara Peya, concierto que inauguró el ciclo de conciertos Sala Barcelona, organizado por la Associació de Sales de Concert de Catalunya y que conjugaba, en un escenario de ensueño (el patio de armas del castillo de Montjuïc, con la ciudad y el Mediterráneo a nuestros pies) el esfuerzo de muchas salas pequeñas y medianas que son el semillero de nuevas propuestas que no llegarían nunca a los festivales si no fuesen por el tesón de minero de los programadores y trabajadores de estas salas. Violencia real que la pianista barcelonesa, tras las dos primeras canciones, veía simbolizada en las mascarillas, que nos protegen de los contagios pero también ponen un límite a la comunicación, un símbolo de la mano en la boca, de la censura, del querernos separados, que fue una de las líneas argumentales del concierto. “Gracias por quitaros las mascarillas. Qué gusto poder veros las caras. Lo necesitaba.”

Paradójicamente, ese jueves, 2 de julio, coincidieron en el tiempo un artículo de Nando Cruz en Crític sobre el consumo masivo musical y la precariedad que comportan los macrofestivales, y la encendida (y esperanzadora) defensa de Carmen Zapata, gerente de ASACC y directora del festival Curtcircuit, de las salas de conciertos, que recordó el papel fundamental de este sector maltratado ya antes del COVID para el tejido musical, para insuflar savia nueva en las venas de la cultura musical, para que esta no se estanque en las mismas propuestas cómodas, conformistas. Para que no se nos pudra el cerebro ni el alma.

Decía que esta demora ha sido providencial. Había muchas ganas de volver a escuchar música en directo, y este primer concierto fue cualquier cosa menos conformista: fue hermoso, balsámico, incisivo, abrasador, a corazón abierto. Y, sobre todo, fue una reivindicación de nuestros cuerpos, nuestros afectos, de todas aquellas fronteras (la piel, el corazón, el sexo, el espacio común) en las que sufrimos la violencia sistémica y que es necesario señalar (con el arte, ¿cómo si no?) para ser conscientes de ella. ¿Os imagináis la cultura sin artistas como Peya, sin nadie que nos sacuda y nos despierte de la pesadilla heteropatriarcal y consumista (términos redundantes cuando los unes) en la que estamos inmersos, y meta los dedos, las rimas y los acordes por sus grietas y se hielen y meteoricen el sistema? Sería un mundo horrible (bueno, adonde nos están conduciendo), y por eso Clara Peya es necesaria e indispensable en todos esos ámbitos: musical, poético, político, narrativo.

Clara Peya (Foto: Carles Rodríguez Marín / Curtcircuit)

La jornada fue especial, aparte ser uno de los primeros conciertos posconfinamiento en los que todos, artistas, público, trabajadores y organizadores nos las veíamos con la “nueva normalidad” permeándose en nuestra forma de relacionarnos, sino porque también era el último concierto de la gira Estómac y el primero en que la artista actuaba sin el infierno del streaming de por medio. Y este hecho dotó al concierto de un aura de ocasión única.

Las canciones de Estómac vertebraron el repertorio del concierto. Aunque la metáfora más adecuada no sea tanto la ósea, la de las vértebras, sino la visceral, la más pasional: como bien contaba la pianista en el primero de los breves discursos en que se sinceró (con la palabra; porque sinceridad y visceralidad fueron manantiales que no dejaron de brotar desde los primeros compases del concierto), en Estómac abordó la labor de destronar el amor romántico de la cúspide de la pirámide en la que lo hemos ensalzado durante siglos, y de visibilizar y normalizando los amores que nacen de las entrañas, amores libres, amores marginados por los mecanismos del capitalismo. Sustituir el corazón por el estómago. El ideal por la visceralidad. Y a fe que no faltó la visceralidad.

En la búsqueda de esos contornos donde se ejercen las violencias y buscamos las respuestas, la exploración de Clara Peya también empuja hacia los límites formales. Una exploración vital que encuentra en territorios poco hollados (o poco representados; volvemos a la reivindicación de las salas pequeñas y su programación más arriesgada) la emoción de unos oximorones estilísticos que no lo son tanto, como cuando jazz y rap crean una prosodia poética que escandalizaría (merecidamente) a cualquier purista, o cuando demuestra que, cuando se es emoción, la música ni siquiera necesita de palabras para articular el discurso político, como demostró con el corte del aún inédito Estat de larva, disco compuesto en soledad durante el confinamiento.

Clara Peya (Foto: Carles Rodríguez Marín / Curtcircuit)

Poco a poco, desde el inicio visceral, la emoción iba calando en el público, que paulatinamente se animaba con muestras de cariño hacia la banda durante las breves pausas, mientras el silencio respetuoso daba un aire casi litúrgico a las piezas más delicadas que interpretaba Peya sola en el piano. Por otra parte, la banda respaldaba Estómac y los cortes de trabajos anteriores como “Oceanes” con la convicción de un ente multifacético, una máquina orgánica que planeaba en un océano de texturas policromáticas. La delicadeza de la voz de Magalí Sare, en contrapunto con el rap a tumba abierta de Clara Peya, y el background rítmico comandado por Vic Moliner, Dídak Fernández y Andreu Moreno, dieron forma a un manantial de emociones que brotaba cual fuente, orgullosa y cristalina, en rápida cascada desde Montjuïc al Mediterráneo.

Lo personal es político, decimos, y estos tiempos han dejado numerosas víctimas que los medios se cuidan de no revelar. El escenario también sirvió de plataforma que fue cedida para las reivindicaciones de la Red de Cuidados Antirracistas, que denunciaron la situación de extrema vulnerabilidad del colectivo migrante, duramente castigado durante la pandemia, y anunciaron la existencia de una caja de resistencia para ayudar al colectivo y para retejer ese tejido social, comunitario y vecinal en continua tensión.

Clara Peya (Foto: Carles Rodríguez Marín / Curtcircuit)

Conciencia y belleza, exploración de los límites y los contornos y reivindicación del amor visceral, la reivindicación del amor venga de donde venga, se exprese como se exprese, e intentar evitar la perversión del capitalismo heteropatriarcal en nuestros cuerpos, nuestros corazones y nuestras relaciones. Emoción y reivindicación, dos conceptos que siempre tendrían que ir unidos, porque lo otro… lo otro es mercantilización. Y, por definición, sería falso.

Escrito por

Letraherido y juntaletras. Físico de titulación que ejerce (poco) en una editorial de género fantástico. Me caí en un caldero de britpop ya de mayorcito y desde entonces le doy a todos los palos del indie y de más allá. Flamenquito lover. Sé bailar sevillanas. En mi epitafio pondrá “Esta noche no iba a salir”. Common people like you.

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