Parece haber un patrón definido en muchas de las bandas de psicodelia australianas nacidas en la última década a la sombra del fenómeno Tame Impala. Compositores insultantemente jóvenes educados en una rica formación musical, talento innato, respeto por el pasado, hambre por el futuro, creatividad complusiva… de momento el mundo les pertenece y parece que no van a dar su brazo a torcer fácilmente. Estos siete jóvenes de Melbourne son un claro ejemplo de ello y podríamos afirmar que son, a día de hoy, uno de los combos imprescindibles si queremos entender el movimiento Psych en su máxima extensión.
Y es que hay varios indicadores que nos muestran que King Gizzard & The Lizard Wizard son uno de esos entes disruptivos y especiales a los que aplicarles unos parámetros convencionales resulta una tarea inútil. Publicar quince discos de lo más diverso en cuanto a su concepción en apenas siete años (cinco de ellos en 2017) no está al abasto de cualquiera, pero afrontar con la misma solvencia tonadas psicodélicas que nacen de la admiración de los primeros discos de Frank Zappa, himnos trash metal capaces de machacar las cervicales más curtidas, cortes prog rock de alto volado que les emparentan con otros indiscutibles reyes como los mismísimos King Crimson, trallazos fuzz de esos que agrandan las pupilas o etéreas melodías folk capaces de expandir el alma sólo está al alcance de unos pocos escogidos. Por si esto no fuera poco, sus directos son auténticas experiencias espirituales que trascienden lo musical y que les han llevado por todos los rincones del planeta para agrandar una leyenda que no parece tener techo.

Quien los viera en su actuación del pasado Primavera Sound 2017 coincidirá que, pese a ser un buen concierto no se dieron las condiciones atmosféricas y emocionales para disfrutarles en todo su esplendor. Ver la sala grande de Razzmatazz llena hasta los topes de una amalgama de personajes que iban desde los millenials con ganas de pogo hasta los modernos resabidos que no se pierden una, pasando por los viejos rockeros que reconocen en los australianos tics de todas esas bandas de los 70’s que les vueven locos, nenas sobre-tatuadas con mirada de odio y algún que otro guiri despistado que buscaba juerga después de unas cuantas noches de ver arder la ciudad debido a los disturbios, hacía predecir que esa noche barcelonesa de octubre un punto rara sí que iba a ser la definitiva. La que nos mostraría de qué son capaces estos monarcas del fuzz.
La velada empieza violenta y bella con “Venusian 2”, “Mars For The Rich” y “Planet B”, tres bombas de corte trash de su último disco, Infest The Rat’s Nest. Los codos se afilan y las hostias vienen y van en un furioso pogo aderezado con decenas de crowd surfers de ambos sexos que no desfallecerían en toda la noche. Luego llega el momento de repasar “Crumbling Castle”, “The Fourth Colour”, “Deserted Dunes…” y “The Castle in the Air”, lo bueno y mejor de Polygondwanaland -el cuarto de los cinco discos publicados en 2017- y la gente, a ritmo de fuzz, lejos de desfallecer echa gasolina al fuego y la temperatura del local llega a máximos. Incluso la flauta diabólica de “Hot Water” –del enorme I’m In Your Mind Fuzz– que en principio debería calmar los ánimos lleva la gente a un estado de hipnosis en el que todo se confunde y de manera casual uno de mis puños impacta en la espalda de algún hipermotivado sin que apenas se percate.

Pasado el ecuador de la noche llega el turno de repasar “Big Fig Wasp”, “Gamma Knife” y la enorme “Robot Stop” –del imprescindible Nonagon Infinity– y el pogo, como un ente con vida propia se retroalimenta incluso en momentos en los que claramente no toca sufrir sus crueles designios, pero ya se sabe, cuando una bestia se desata, a veces ni la mejor de las melodías consigue amansarla.
“This Thing” y “Billabong Valley” serían el preludio de un “grand finalle” difícil de definir con palabras. Empiezan a sonar los primeros acordes de “Head On/Pill” y el escenario se empieza a llenar de gente. Son todos los integrantes de Stonefield y ONB, las bandas teloneras. McKenzie, Ambrose, Craig, Walker, Skinner, Cavanagh y Moore o bien dejan su instrumento en mano de alguno de sus compinches o lo intercambian por otro. El ritmo suena machacón y repetitivo y la multitud que ocupa el escenario se contorsiona rítmica y alocada. Se masca la tragedia. De repente, Stu McKenzie y Ambrose Kenny-Smith se lanzan al público y la marabunta los transporta lenta y salvajemente por toda la sala. Michael Cavanagh, poco después repite la operación. Mientras, los que quedan en el escenario se embarcan en una jam session en la que en medio de la canción antes citada van insertando fragmentos de temas de la infinidad de discos que atesora la banda. Éxtasis total y un servidor ya no sabe dónde fijar la vista y se deja llevar. No hay nada tan bello e inexplicable como el caos y durante la media hora en que se suceden los acontecimientos que narro en este párrafo, la sensación de loca felicidad se apodera de la totalidad de asistentes a semejante liturgia psicodélica ya que estamos presenciando algo único e irrepetible.
Se encienden las luces y los efluvios corporales de todos se entremezclan y se concretan en un único y característico olor. No es olor a napalm, pero definitivamente esa noche Razzmatazz huele a VICTORIA.