Gira de Pulp, doce años después de la anterior reunión, llamada ominosamente “This Is What We Do As An Encore”, ¿e Indie Lovers no iba a estar ahí? Por supuesto: removimos tierra, mar y Ticketmaster y, aunque a punto estuve de quedarme con una plaza de párking del Utilita Arena de Sheffield, nos hicimos con un par de entradas para el tercer concierto de la gira, en el St. Anne’s Park de Dublín.
«A Irlanda siempre se vuelve», me dijo la tendera de la tienda de la esquina, cuya pareja conoció en la Isla Esmeralda, y no puedo más que darle la razón: este ha sido mi cuarto viaje a una tierra que me enamora, mi particular Arcadia; víctima, como tantos otros lugares (¿hola, Barcelona?) del turismo depredador. Tierra de contrastes, de clima caprichoso y de gente acogedora y amigable. Han pasado dos meses desde que nos embarcamos en un viaje para ver a la banda que más me ha marcado, liderada por uno de los mejores narradores de la cotidianidad y de las pequeñas miserias que nos hacen tan humanos; además, en la tierra de mis sueños. Por tanto, lo que viene a continuación no es, y nunca podría ser, una reseña al uso: será, por necesidad, una crónica sentimental en verde esmeralda.
Esta crónica empieza casi con el año nuevo. Todo se fraguó en la fiesta posconcierto de La Costa Brava en La Capsa, el día después de ese 4 de noviembre de locura en que Montse y yo quisimos regalarnos al otro entradas para los conciertos de Sheffield (sí, ese día en el que estuve a punto de comprar la plaza de párking que Ticketmaster marcaba con «últimas entradas disponibles» y casi consigue engañarme) para estrellarnos en colas virtuales de 20.000 personas. Entre bailes y copas, Montse se me plantó enfrente y dijo, toda seria: «Voy a hacerte una pregunta que puede cambiar nuestra relación para siempre. —Pausa dramática. Más pausa. Risas. Más pausa dramática. Venga, Montse, dilo yaaa—: ¿Nos compramos entradas para el concierto de Pulp en Dublín?» Así, sin pensarlo, nos liamos la manta a la cabeza, compramos rápidamente las entradas (temblando por los nervios de que se hubiesen agotado ya) y, en cuanto nos llegó la confirmación, saltamos y bailamos con la ilusión en nuestras caras. Ya nos preocuparíamos más adelante de vuelos y alojamientos; lo importante ya estaba en nuestros móviles (y la pasta, en el bolsillo de los usureros de Ticketmaster).
Damos un salto de medio año y nos plantamos ya en el 9 de junio del 2023, a bordo de un avión de Aer Lingus (consejo de amigo: siempre que podáis, huid de las low cost: este vuelo nos salió un poco más barato, facturamos sin sobrecostes y fue muuucho más amable y tranquilo que el de vuelta con easyJet). Llegamos a Dublín al mediodía, con tiempo de sobra para encontrar la línea de aerobús que nos dejase cerca del hotel. Hotel que —esta es otra— habíamos reservado solo dos semanas antes (con los precios aún más disparados) por la cancelación a última hora del alojamiento en AirBNB, plataforma a la que habíamos acudido para ahorrarnos unos dineritos que no tan solo no ahorramos, sino que acabamos pagando más caro. Nunca más, de verdad, nunca más (a pesar de todo, espero que a Svetlana la operación le haya ido bien).
Total, que me enrollo: el aerobús. Pocas veces había visto un pasaje más tenso que el de ese 702 de Aircoach con destino Greystones, todos atentos a que el parco fitipaldi no se saltase nuestras respectivas paradas. Bajamos en Ballsbrige: nuestro hotel estaba en Grand Canal, al lado del 3 Arena y al sur de las Docklands, barrio que a finales de los noventa se desaconsejaba visitar y actualmente es el distrito tecnológico de moda, sede europea de las grandes tecnológicas y financieras, y paradigma del pelotazo inmobiliario; el 22@ de la capital irlandesa, vamos, pero con un liberalismo más desbocado si cabe. Tampoco nos podíamos quejar: apenas a diez minutos teníamos Merrion Square, donde vivieron Oscar Wilde, W.B. Yeats y Sheridan Le Fanu, entre otros; y, un poco más allá, la farmacia de Sweny, Nassau, O’Donnell y el Trinity College. Dublín en todo su esplendor. Pero todo eso lo disfrutaríamos al día siguiente. Dejamos las maletas y, con el estómago vacío, abordamos el tren en Pearse dirección Harmonstown, típica zona residencial, el suburb anglosajón (perdón, celta), en cuyas calles empezamos a converger con una pequeña multitud multicultural, multilingüística y multicolorista camino del parque: los fans europeos que no conseguimos entradas para Sheffield (o alguna de las otras fechas) y que tampoco nos apetecía pasar por el control de fronteras del Reino Unido postBrexit.

Media hora de paseo bajo un sol de justicia (de hecho, a lo largo de la semana que pasamos entre Dublín, el condado de Donegal y el Ulster solo nos llovió una vez; volvimos a Barcelona con un bronceado digno de la costa mediterránea, otra consecuencia más de este cambio/ebullición climática en marcha) nos llevó, a través de las calles de la zona residencial, hacia la entrada occidental del parque y al camino, entre campos y pistas de cricket, hasta el recinto, situado en la explanada central de St Anne’s Park; un espacio verde y amplio, dominado por un escenario de dimensiones festivaleras, cinco gradas y una pantalla que ocupaba todo el fondo; un golden ring reservado para los que compraron la entrada el primer día (al mismo precio, por lo que sé), una vasta extensión verde, unos cuantos food trucks y barras suficientes para saciar la sed de decenas de miles de asistentes con saque celta, anglosajón o noreuropeo. Así que, en cuanto llegamos, echamos mano a unos fish and chips copiosos, hicimos caso al consejo de la tendera, nos sentamos en la hierba con sendas cervezas, recuperamos la energía gastada en el viaje y, al acabar, nos afianzamos frente a la baranda que separaba nuestra zona de un golden ring que nunca se llenó.

A las seis de la tarde y bajo un sol de justicia, el trío de Halifax (Yorkshire), y actualmente establecidos en Manchester, The Orielles salió a defender su jugosísimo tercer álbum, Tableau (Heavenly Recordings, 2022) ante un público aún escaso, poco atento y menos colaborativo. Spotify tiene muchísimos defectos, pero, a la hora de etiquetar nuevos sonidos, les reconozco que el adjetivo «Oblique» que les adjudica a la banda en esas listas de reproducción que recomienda se ajusta a la perfección al sonido arty y avantgarde, en ocasiones árido cual el spoken word de Dry Cleaning, pero que destila soul y funky por todos los costados, aun en las aristas más rocosas. Arrancaron con la oda motorik de “Airtight”, de fuselaje metálico y bajos hipnóticos, un poco lastrada por la soledad de ser los teloneros del telonero de Pulp a tan temprana hora de la tarde dublinesa. “Bobbi’s Second World”, de Disco Volador (Hevenly Records, 2020), single del 2018 y remixada en su momento por los Confidence Man, fue la única concesión al pasado: una canción de estructura más ortodoxa, donde el disco y el art-rock se dan la mano en una canción juguetona que funcionaría tan bien en la pista de baile como en las noches más experimentales del Sónar de Nit.
Si “The Room” volvía a la experimentación rítmica, a un post-punk donde el bajo domina la melodía mientras guitarra y batería juegan con las réplicas, la letanía de “Beam/s” invitaba a la contemplación y al paladeo (ideales en un auditorio) de texturas desnudas, herederas del post-punk, con el hermoso y reposado plañido de Esmé Dee Hand-Halford que se dejaba querer y mecer por el rumor del oleaje de distorsiones eléctricas, sintes y samples. Una canción, casi una sinfonía en cinco movimientos en la que daba gusto perderse y que se demorase ad infinitum.
“Chromo II” recuperó la aridez sónica con destellos cyberpunk para acabar con el kraut y la psicodelia de “The Instrument”, que sumaba y sumaba loops minimalistas, capas y texturas que fueron conformando un tapiz de exquisita exuberancia ruidista.
En conjunto fue un concierto estimulante y, en cierta manera, hipnótico si no fuera por las continuas distracciones de un público que hacía caso omiso del escenario y que formaba corrillos vocingleros con circulación incesante de zapadores en alegres incursiones a las barras. En cualquier caso, tomad buena nota por si The Orielles se acercan alguna vez por estas latitudes.

Ni siquiera la presencia más rotunda de la banda de Richard Hawley consiguió atrapar la atención de los cincuentañeros más nostálgicos. Tuvimos que buscar un espacio suficientemente alejado de los cada vez más molestos y ruidosos corrillos que aumentaban el volumen proporcionalmente a la electricidad que brotaba de los altavoces multiplicado por ene veces el número de cervezas consumidas. Aun así, Hawley consiguió un poco más de quorum entre el respetable. El set del compañero de andanzas de Jarvis Cocker demostró con creces el nervio y el brío de quien no necesita demostrar nada y ha sabido depurar, a lo largo de una carrera intachable, la comunicación emocional a través de la guitarra y de la lírica. Arrancó con una emotiva versión de “We Three (My Echo, My Shadow, and Me)”, de The Ink Spots, como tributo a una de las bandas seminales del do wop y del rock’n’roll para, a continuación, atacar con el sonido recio de “Off My Mind” y “Alone”, pertenecientes a su último álbum de estudio (de momento) Further (Magic Quid, 2019), que ocupó gran parte del repertorio.
Tras las imágenes de soledad y corazones rotos bajo la lluvia llegó la primera parada en la más soleada estación Melancolía: “Tonight the Streets Are Ours”, con el inconfundible sonido de cuerdas inicial que arrancó los primeros coros del público, las primeras lagrimillas de emoción y las primeras ovaciones cerradas. Hawley, currante de la música y con una envidiable conciencia de clase, agradeció al público los aplausos y que cuanto menos estuviesen mirando en su dirección, no como había ocurrido con The Orielles. Genio y figura sin discusión que valga.

“Don’t Stare at the Sun” es otra de esos medios tiempos densos que invitan a poner todos los sentidos en el desarrollo de la canción. La voz rugosa de Richard Hawley llena los intersticios en una elegía a la pérdida y a la desorientación, con un crescendo gradual en el que el solo de guitarra expande el significado de la canción, pura comunicación emocional sin más sílabas que las musicales.
“I’m Looking for Someone to Find Me” dio el contrapunto ligero de rockabilly a la melancolía de “Don’t Stare at the Sun”. Aún teníamos suficiente espacio para unos cuantos pasos de baile y así gozamos del último guiño a ese inconmensurable Lady’s Bridge (Parlophone, 2007). La última concesión antes de volver a Further y encarar un tramo final sin concesiones con “Galley Girl” y “Is There A PIll?”, de vuelta a los sonidos más ariscos de un disco que parece más desencantado y mucho menos crooner que los que auparon al de Sheffield a tocar con los dedos el Mercury Prize.

Tras la despedida de Richard Hawley, la expectación y el público presente iban en aumento, aunque el interior del golden ring no llegó a llenarse. Un telón de color borgoña enmascaraba la puesta en escena, mientras en las pantallas laterales se podían leer mensajes con el habitual tono sarcástico de la banda, que señalaban aquel como el 525.º concierto de la banda, qué significa un bis, el porqué del nombre de la gira (This Is What We Do As an Encore; si leemos entre líneas, puede que sea la ocasión para verlos juntos) y que, si queríamos bises, jaleásemos e hiciésemos ruido. Y justo cuando el sol se ponía por el horizonte, la cortina se abrió y otro sol amaneció por la pantalla que presidía el escenario. Ante ella, una grada que abarcaba de lado a lado, con una orquesta de cámara dublinesa ocupando las gradas superiores, los teclados de Candida Doyle y la batería de Nick Banks en la inferior, percusión y un enorme bombo un poco más arriba, y Jarvis Cocker emergiendo frente al sol nuevo, vestido con traje de terciopelo oscuro, alzas y su inconfundible figura desgarbada, junto a los primeros versos de “I Spy”. El naranja engulló la pantalla mientras las cuerdas otorgaban dramatismo a una historia de seducción, de un amante que irrumpe en la vulgar cotidianidad de una pareja de clase media-alta, la corrupción del falso glamour. Una de las muchas historias de lucha de clase que trufaba Different Class (Island, 1995), uno de los retratos más certeros (y glamurosos, pero de ese glamour decadente de las clases trabajadoras que luchan por prevalecer) del Reino Unido en la época del posthatcherismo.

La majestuosidad (y la incomodidad de la narración) de “I Spy” puede que no haga de esta canción una de las elecciones más obvias, o más adecuadas, para empezar un concierto, pero ¿cuándo Pulp ha ofrecido un concierto al uso? ¿Quién se lo imagina, dada su idiosincrasia, poco dada a la autocomplacencia? Tanto da, no nos permitieron asimilar la escenografía suntuosa ni el inicio contundente antes de que cayera el primer hitazo, “Disco 2000”, con el riff inconfundible (y robado a Umberto Tozzi): la euforia colectiva desatada quedaría registrada en los sismógrafos del Trinity College, bailes y saltos (bueno, no tantos saltos como brazos y cervezas al aire, que los cuerpecillos ya no estaban para muchos trotes) y coros rememorando a Deborah, su pequeña casa con paneles de madera y esa cita en un futuro cercano, ya pasado, junto a la fuente para recordar cómo nos hacemos mayores y los sueños se diluyen con amargura. Porque, como comentaban en The Guardian, el concierto, la gira en sí, trasciende la nostalgia para reivindicar el legado de una banda que, ante la enésima mercantilización de la música y del indie, llegó, tras casi veinte años de carrera soterrada, con un sonido propio más cercano al glam y al music hall, y con unas letras que, aunque Jarvis reconociese que improvisaba en las sesiones de grabación, eran punzantes por su sinceridad y valentía a la hora de diseccionar las pasiones y las miserias íntimas y de situarlas en su contexto (lo que decíamos más arriba del retrato de la época). Siempre defenderé que Jarvis Cocker no es solo un gran letrista sino un gran autor. Period.

Regalos: “Mis-Shapes”, dedicada a todos los que sufrimos bullying en algún momento de la vida por ser, simplemente, diferentes; y más regalos como los bombones que Jarvis sacaba de su americana y arrojaba al público entre speech y speech (o como la chocolatina que le tiraron desde el público). El más emotivo fue, sin lugar a dudas, el recuerdo al Steve Mackey, bajista y compañero de aventuras de Jarvis en la facultad de cine en Londres, que falleció el pasado mes de febrero a causa de un cáncer. A él le dedicaron “Something Changed”, esa hermosa balada sobre los what-ifs y las improbabilidades, como la del éxito de la banda, tan esquivo durante décadas.
Tras los primeros crowd pleasers empezó la sección dedicada a los die hard fans con un estreno de la gira: “Razzmatazz”, el primero de los sencillos grabados para Gift Records con la que acabaría siendo la formación casi definitiva (con Russell Senior de escudero de Cocker, Steve Mackey en el bajo, Candida Doyle —hermana del exbatería de la banda— a los teclados y Nick Banks a la batería; Mark Webber se uniría más tarde) y que marcaría el punto de inflexión, el inicio de la ascensión a las listas de éxitos. La siguió una de esas gemas ocultas en la segunda cara de His’n’Hers (Island, 1994), “Pink Glove”, que Jarvis dedicó a las ardillas rojas que habitan el parque y que, a esas horas, seguramente estarían escondidas en sus madrigueras. Excesiva y dramática, sirvió para demostrar que, a pesar de la edad, Jarvis aún es un monstruo de escena, capaz de secuestrar la atención con sus movimientos espasmódicos y desgañitándose en los momentos más emocionantes para volver, acto seguido, al susurro de barítono trasnochado que espera su momento en las sombras del reservado del pub. Le siguió la oda jazzy-psicodélica de “Weeds”/“Weeds II”, donde, de nuevo, Jarvis bascula entre la rabia y el susurro, trazando un inquietante aralelismo entre la vida cotidiana y la humildad de la hierba en el suelo.

El jungle y el dub de “F.E.E.L.I.N.G.C.A.L.L.E.D.L.O.V.E.” volvió a marcar otro momento de oscuiridad, de hurgar en los sórdidos pasillos de la pasión. Jarvis bromeó con el hecho de que estábamos congregados en un campo similar al de la rave de “Sorted for E’s & Wizz”, pero que esperaba que todos volviésemos sanos y salvos a casa. A juzgar por el bamboleo de algunos, no iba a ser así para todo el mundo.
“This is Hardcore” ahondó en el descenso a las bajas pasiones. El grupo de cámara acentuó la majestuosidad y el barroquismo de una canción excesiva, respaldada por el film que Cocker y Mackey grabaron para su estreno como single del tenso disco homónimo (Island, 1998) que relevó a Different Class. La canción se alargó con un final instrumental, denso y suntuoso, sensualidad y peligro jugando entre las cuerdas y los sintes.
Saciada la sed de los conneiseurs, Jarvis presentó “Do You Remember the First Time?” recordando cómo fue su primera experiencia sexual en el párking de un centro comercial de Sheffield. Ese fue el primer momento en que, en medio del fervor de la tonada, se tuvo que defender el espacio de aquellos advenedizos que solo venían a por la cerveza y por los grandes éxitos. Nada que un par de codos bien puestos y unos toques «involuntarios» a los vasos (y su consiguiente derramamiento en la hierba) no arreglase, mandándolos de vuelta a la barra que habían estado acodando en las horas previas. Pequeños inconvenientes que no empañaron la hermandad que se forjaba entre el resto de fans.

“Babies.” ¿Qué decir de ella? Una maravilla narrativa, una prosodia exquisita, o cómo hacer de unos protagonistas vouyeurs una canción de amor tan amarga. Han pasado dos meses, pero la conexión eléctrica con esta canción será lo que me lleve a la tumba, así os lo digo.
Richard Hawley, quien ya giró con la banda en la gira de Different Class, se unió a sus compinches para finalizar el set con la majestuosidad psychprog de “Sunrise”. No sería la única vez; volvió para el glorioso colofón de “Common People”, el encore del This Is What We Do As An Encore. Pero, antes, tras jugar con el telón y hacerse un poco el remolón, Jarvis y Candida salieron a interpretar lo que debería haber sido banda sonora de 007 pero acabó en The Great Expectations, la cara B “Like a Friend”; de nuevo, un guiño a esos die hards y otra muestra de la versatilidad de la banda.
Por supuesto que acabaron con “Common People”, no podía ser de otra manera: ese himno generacional que brilla por encima de casi cualquier otro. Pero antes del final, la banda nos regaló otra de esas pequeñas grandes historias, “Underwear”, o cómo expresar las dudas de quien espera casi desnuda al ligue de esa noche y explorar la pasión desde muchos más prismas que no el sensual, todas esas aristas que rascan y enturbian y desmitifican las preconcepciones que nos venden.

«Ya hemos tocado todos los éxitos: “Disco 2000”, “Babies”… Ya no quedan más. ¿Por qué no os vais a casa? ¿Queréis alguna más? No sé cuál podríamos tocar…», bromeaba Jarvis. Salió de nuevo Richard Hawley, Jarvis presentó la banda… Y sonaron los primeros compases de “Common People” y, con ella, la noche quedó completa. Una velada que fue algo más que el espectáculo, algo más grande que las canciones: Pulp, con Jarvis a la cabeza, mantiene el hechizo que cautivaba al público en los noventa, pero modulado por una madurez que le permite dominar el tempo del espectáculo con sabiduría y algo de picardía. Podría haber sido una gira de reunión más, pero, en sus manos, fue la reafirmación de un legado que mira no solo al pasado sino que se postula como ejemplo de que, en la música y en la lírica, quedan aún muchas historias que contar desde los bordes. Larga vida a los mis-shapes, mistakes, misfits, que son la esperanza de este mundo a veces tan monótono.

Setlist Pulp:
- I Spy
- Disco 2000
- Mis-Shapes
- Something Changed
- Razzmatazz
- Pink Glove
- Weeds
- Weeds II (The Origin of the Species)
- F.E.E.L.I.N.G.C.A.L.L.E.D.L.O.V.E.
- Sorted for E’s & Wizz
- This Is Hardcore
- Do You Remember the First Time?
- Babies
- Sunrise
Bis:
- Like a Friend
- Underwear
- Common People
Setlist Richard Hawley:
- We Three (My Echo, My Shadow and Me) (cover de The Ink Spots)
- Off My Mind
- Alone
- Tonight the Streets Are Ours
- Don’t Stare At The Sun
- I’m Looking for Someone to Find Me
- Standing at the Sky’s Edge
- Galley Girl
- Is There a Pill?
Setlist The Orielles:
- Airtight
- Bobbi’s Second World
- The Room
- Beam/s
- Chromo II
- The Instrument