En una escena musical tan frenética como la que se vive en esta Barcelona pospandemia, poder disfrutar de un festival tan amable y agradable, de dimensiones humanas, organización cercana y cartel escogido con esmero, aparte del goce en lo musical, proporciona paz espiritual. Y no por la parte «psych», que también, sino por ese fin de semana de remanso, de distorsión, fuzz y wah wah, pero también de pícnic, olor a choripán y brasas, conciertos al aire libre (aunque con sus rachas de vientos, pero sin la lluvia tan necesaria en una Catalunya cada vez más sedienta y seca) y un público afable y conneiseur, en las antípodas de lo que te encuentras en los festis multitudinarios y sacacuartos, con quienes charlar antes y después del concierto y bailar durante el bolo.
Hablando de antípodas, ojalá ver a The Lazy Eyes un año de estos. Puro wishlist para la banda del mejor disco del 2022 (en mi no tan humilde opinión) y que encajaría como un guante, mucho mejor que en cualquier otro acontecimiento primaveral.
VIERNES 14

Teana abrieron el festival con una propuesta curtida en el psych rock de nueva hornada, esa que abraza sin complejos las melodías pop aunque mantenga vibraciones canónicas (los barceloneses afirman su devoción por Tame Impala; yo no quería usar el recurso fácil, pero ellos me han obligado), combinada con una base rítmica que bebía del disco soul. Arrancaron un poco titubeantes, como si ambas vertientes no acabasen de encontrar el encaje adecuado, y voz y melodía parecían deshilacharse por las costuras; pero a medida que fue avanzando la actuación fueron cerrando esas fugas encadenando un guitarreo recio a la juguetona base comandada por Ferran y Alexandre. Si al inicio dominaban los sonidos más impalos, en el tramo central las guitarras adquirieron mayor protagonismo, descendiendo a una espiral shoegaze que abogaba por una comunión lisérgica del público que iba llenando la sala. El tramo final ya derivó de la lisergia al sudor, del kraut al soul, apelando al sudor y al baile, a la risa y el pecado. Teana demostró ser una banda que no le tiene miedo al riesgo y que, con tesón, buscan una voz original que los sitúe en boca de quienes se acerquen a verlos en directo, y que esperemos se concrete en breve en su primer LP, que esperamos con entusiasmo.

Los londinenses The Hanging Stars presentaron su cuarto disco, ‘Hollow Heart’, haciendo gala del sonido folk pastoral característico de la banda de Richard Olson. Arrancaron con los oníricos acordes de “Ada” a la guitarra acústica de doce cuerdas, con el cantante y líder respaldado en todo momento por su escudero Patrick Ralla a guitarra y teclados, y un pedal guitar que nos transportaron a las llanuras del medio oeste estadounidense. Ecos de The Band y de la americana clásica, pero también de influencias británicas que van desde los coros beatlescos a un sonido sedoso a lo Ocean Colour Scene en su formato más vespertino (como sería en “Hollow Eyes, Hollow Heart”) dieron amplitud y sedosidad a un repertorio que no dejó atrás algún guiño a su debut (“The Hanging Stars”) ni a nuevas canciones que formará parte de su próximo álbum (“Sleep Eye”, si lo entendí bien). “I Will Please You” arrancó los primeros aplausos y cánticos por parte del público. “Lonely Rivers” se adentró ya en la psicodelia más pinkfloydiana, con regusto a “Us & Them”, antes de encarar la recta final jaleando al público y regalándonos un “The House on the Hill” en el que se dejaron de contemplaciones para despachar una buena dosis de rock apoteósico.

Del sonido más limpio y clásico de The Hanging Stars pasamos a la experimentación desprejuiciada y anfetamínica de los coruñeses Moura, una experimentación donde todo tiene cabida: folk, flamenco, rai, guitarras radiantes al más puro estilo Fleetwood Mac, canciones excesivas que remetían a Iron Butterfly, tal como si el regimiento de gaiteros escoceses se arrancasen a In-A-Gadda-Da-Vida; un poco de house y otro poco de electroindie, una caja de patatas que sirvió de cajón flamenco… Aquello era una túrmix que devoraba y escupía sin parar, una bestia de múltiples cabezas arrolladora que no dio tregua a los esqueletos bailarines que se agitaban en el piso ajedrezado de la Upload. El concierto tuvo mucho de liturgia pagana y atávica, una misa desglosada en salmos en los que se invocan los espíritus del mar y de la montaña para que nos rescaten de la modernidad con su sabiduría telúrica. Con un pie en el folk y otro en los ritmos motorik, sin hacer ascos a la electrónica, el heavy y el prog, el combo protagonizó uno de los bolos más sorprendentes y gratamente memorables del festival. Magia en bruto. Una reivindicación de las raíces, la tradición y el idioma como contrapeso de un presente que tiene a la hegemonía y la muerte por monotonía. La fiesta se vivió tanto encima como debajo del escenario. En el recuerdo quedará la imagen de Fernando Vilaboy de pie sobre los teclados, jaleando al público durante lo que parecían unas alegrías cantadas en galego.

De la bacanal de Moura pasamos a la elegancia de los angelinos Levitation Room, que se sacaron la dolorosa espina de presentar su último disco, ‘Headspace’, en Europa con una extensa gira… el año 2020. Y todos sabemos qué pasó. La banda, liderada por Julián Porte y Gabriel Fernández, se hicieron con el escenario con gran aplomo, sin dejar de esbozar sonrisas y palabras de agradecimiento, en un soberbio ejercicio de sobriedad y naturalidad, de arabescos de guitarra cristalinos ejecutados con aparente sencillez que creaban estados hipnagógicos sin necesidad de química, solo la física de las ondas sonoras. Dominando en todo momento el tempo y el espacio, insuflaron vida, magia y vanguardia a un sonido eminentemente clásico, el de la psicodelia californiana de los sesenta, salpicada de esos tonos hippies y orientalistas. Sonaron amplios, envolventes y aterciopelados, canciones que se expandían y flotaban, llevando consigo esas imágenes de amistad y placidez, de atardeceres y de evasión, con no poca reflexión soterrada.

El repertorio fue un exquisito recorrió su carrera en onda de ida y vuelta, ya que arrancó con “Reasons Why”, de su primer EP, ‘Minds of Our Own’ (que después formó parte de su primer largo, ‘Ethos’) y tras un tramo central más surf y soul extraídos de ‘Headspace’ (“2025”, “Ooh Child” y la hermosa “Stars Speak Softly”), intercalado con la presentación de nuevas canciones (que esperamos también con deleite en su próximo trabajo), recaló de nuevo en la melosidad de ese primer EP antes de la fantasía psych de su último single, “Mr. Polydactyl Cat” y “Strangers of Our Time”. Cabe destacar el single “Pienso en Ti”, donde se dejan llevar por el bolero y ese sonido tan del ‘Revolver’ de los Fab Four, que se extendió en “Friends”, esa gran oda a la calma y a la amistad.

Y, tras la elegancia, el despiporre. Los bretones Moundrag salieron a demostrar que el exceso es igual de válido que el talento: de ambas cualidades, los hermanos Camille y Colin Goallen van sobrados. Tras una intro presidida por dos enormes gongs, se lanzaron con “The Rider” a desgranar una corta e intensa discografia de, como llaman ellos, hard progressive heavy psych. En una fina línea entre ese exceso, la parodia a los grupos prog hard de los setenta (no pude evitar recordar This Is Spinal Tap), la actitud descarada de los Goallen, el virtuosismo y lo entrañable que resultaba la banda, uno no podía más que descartar sus prejuicios y asistir, con una sonrisa indeleble en la cara, a la explosión, la furia y el entusiasmo que se habían adueñado de las tablas. No faltaron los tópicos del género: el sonido que evocaba a lo medieval, las referencias a temas bíblicos (“The Creation”, “The Hangman”, “Demon Race”), los largos e intensos solos de órgano y de batería, los coros infernales, y, aun así, consiguieron redimir los pecados de todos aquellos antecesores que hicieron del prog rock una losa para futuras generaciones. Y un gran final de fiesta, por cierto.
SÁBADO 15
Al calor de las brasas y el aroma a choripán y a sidra de coloridos sabores, los portugueses Solar Corona abrieron la jornada del Picnic Beat, en una tarde de contrastes, con el aún escaso público ojeroso por la fiesta del día anterior. La formación de los hermanos Carvalho (Rodrigo a la guitarra y sintes, Peter mamporreando la batería) y José Roberto Gómes exprimiendo las cuerdas del bajo Rickenbacker 4003 MG, con la incorporación de Nuno Loureiro en los efectos, ofrecieron un concierto de lo más solvente para espabilar a los asistentes. En ese cruce de caminos entre el post rock, el heavy prog y el psych, Solar Corona desplegaron un guion sin fisuras, ejecutado con soltura, contundencia y cambios de ritmo que apelan a un lenguaje universal, un fraseo para mentes despiertas.

Las nubes y el viento se cernieron sobre el pinar justo cuando las pamplonicas Melenas subían al escenario. Iniciaron con “Volaremos”, de su primer disco, con un sonido esquelético que remitía a Nosoträsh y, sobre todo, a nuestras añoradas Electrelane, para virar hacia el fuzz en “Ya no me importa”. El inicio sonó algo dubitativo en este arranque, pero en las manos motorik de Leire al bajo y Lauri a las baquetas nada podía fallar. No en balde lucía Lauri una camiseta con el Autobahn: “1986” fue uno de los dos estrenos que nos regaló la banda, una composición que bien podrían haber firmado Neu! o Can, pero con un brillo sintético que parecía apelar al sol justo cuando asomaba por entre las nubes.

A medida que iban desgranando las composiciones más shoegazeras y garajeras de ‘Días Raros’ asistíamos cómo la energía iba fluyendo entre ambos lados del escenario, con algo más de baile en el bosque, y sonrisas y diversión sobre las tablas. “3 Segundos”, de nuevo con ritmo marcial, nos conminó a bailar y a corear, y “Los alemanes” convocaron de nuevo a los espíritus synth de los setenta. “K2” suena a que será uno de los himnos más bailables, de alma funky, del próximo disco, pero fue la versión de Grauzone “Osa polar” la que levantó una auténtica polvareda. ¡Larga vida al kraut! “No puedo pensar” y “Cartel de neón”, el éxito de su primer disco, cerró un repertorio que nos llevó a lo mejor de varias décadas.

Large Plants, el proyecto que el guitarrista Jack Sharpe, exguitarrista de Wolf People, creó durante la pandemia tomó por fin cuerpo, en formato de banda y por primera vez fuera del Reino Unido, en la sala Upload. Rodeado de buenos amigos (por allí vimos al bajista de The Hanging Stars), suya es una concepción de la psicodelía embebida en el folk británico, algo de reminiscencias hipppies pero también con querencias stoner y kraut. Si os digo que, en algún momento, me pareció sentir los compases de la popular “Greensleaves” bien de ambiente pastoral y de ácido seguro que me entenderéis.
Entre las canciones de su único disco por el momento, ‘The Carrier’, grabado en 2021, y alguna novedad, cayó una versión lisérgica y fuzz de “La Isla Bonita” de Madonna digna de disfrutar una y otra vez.

Reconozco que #lodeTVAM no lo vi venir. Después de los aromas a incienso y pachulí que había dejado Large Plants en la sala, encontrarme en medio de una rave a lo Madchester me dejó cual conejo en la calzada viendo acercarse los faros del coche a toda hostia. Claro que no es de extrañar que el proyecto de Joe Oxley, que vive en Wigan (Gran Mánchester) beba de esas fuentes. Tras el bombazo de su debut autopublicado ‘Psychic Data’ (2018), y el pelotazo que ha dado recientemente el single “Porsche Majeure“, incluido en la banda sonora de Succession’, Oxley, es decir, TVAM, se ha lanzado a una extensa gira para presentar el reciente ‘High Art Life’, que, de haberlo tenido en el radar, habría ido muy a la par del debut de PVA en la lista de mejores discos electrónicos del 2022. Respaldado por unas bases ásperas y saturadas, una batería marcial y crispada, e iluminado por los visuales diseñados por Oxley, la banda trazó una senda que arrancó con la stonerosiana “Future Flesh”, de desarrollo amplio y orientado al dark synth, para encarar un repertorio que basculaba entre la electricidad guitarrera de “Every Day In Every Way” y la lisergia de los Happy Mondays en “Piz Buin”. ‘High Art Life’ fue el esqueleto del repertorio, con alguna parada ocasional en el pasado. A medida que el sonido tomaba más cuerpo y el sonido se hacía más denso, fuimos cayendo en una especie de estado hipnagógico, en el que la guitarra y los pedales de Oxley dibujaban paisajes postapocalípticos a lo J.G. Ballard, de las novelas hiperrealistas ‘Noches de cocaína’ y ‘Super Cannes’, cuyos ecos se pueden apreciar en cualquier ciudad turística o urbanización de playa de nuestras costas. “These Are Not Your Memories” fue el paradigma de explosión contenida en la cabeza, y “Psychic Data” sonó amenazante, ominosa, asfixiante, ideal para una noche de sonidos industriales. “Porsche Majeure” fue urgente, y el cierre con “High Art Lite” acabó con el batería pidiendo la hora (debía tener los brazos a punto de derrengarse) y la contención sónica ya desatada. El synth pop de Simple Minds (ese infravalorado ‘Sons and Fascination’) y los DM más primigenios se combinaron en un espectáculo que aúna lo estético, lo visceral y lo poético.

Acto seguido, Robyn Hitchcock subió al escenario con una guitarra acústica y un castellano bastante decente para abrir con “I Often Dream of Trains” un recital impecable. “The Suffle Man”, una de las dos únicas paradas en el reciente ‘Shufflemania’, demostró el brillo y la pegada de Los Del Huevos Band, que acto seguido abordaron “Queen of Ages” para unir pasado y futuro y congelarlo en una única cápsula, cual los extraterrestres de “La historia de tu vida” (adaptada a aquella película soporífera que fue ‘Arrival’), en la que el tiempo no tiene más sentido que otra dimensión física más al alcance de nuestra vista. El eslabón perdido entre el rock clásico y la psicodelia noise de The Jesus and the Mary Chain (y su posterior evolución en el college rock) se percibe en las visitas a la época de The Soft Boys (la aguerrida “I Wanna Destroy You”) y The Egyptians (esa “Madonna of the Wasps” o la cristalina, mística y dyliana “Airscape”). Fue una lástima ver cómo, ante un artista con más de cuarenta años de carrera a sus espaldas, un concierto versátil y una banda de calidad incuestionable, la sala estuviese a medio gas.

Sala que se llenó, sin embargo, para la desbordante espectacularidad de los alemanes Wucan. Tan pronto como Francis Tobolsky se adueña de las miradas y los oídos con su presencia escénica y la potencia demoníaca de la voz, parecería que todo lo demás quedaría eclipsado, pero no. Los cuatro músicos cumplen con todos los excesos del heavy prog: el virtuosismo, los solos imposibles, los decibelios casi criminales, las melodías con la flauta travesera, rocosos, contundentes, agresivos, espectaculares, tan excesivos que me saturé a la segunda canción y cumplí con el tópico de todo crítico (bueno, aprendiz, como en todo) musical: fui a la barra, pedí una cerveza y un chupito de whisky con canela y picante (no voy a mencionar ninguna de las marcas que comercializan este brebaje porque aquí nadie nos patrocina, pero si alguna vez veis a un indielover y queréis invitarlo por alguna reseña que os haya gustado, nada nos hace más felices que un chupito de whisky, canela y picante), y escuché el resto del concierto desde la mesa. Lo siento, el hard rock es mi talón de Aquiles y la razón por la que abrazo con toda mi alma el punk. Sin duda, el espectáculo merece la pena, pero enseguida cae en el olvido.

Y ya cerca de las dos de la madrugada, cuando creía que no iba a aguantar una canción más, los franceses Ko Shin Moon montaron otra rave de regusto norafricano y oriental #lodeKoShinMoon. Armados de sintes, pads, “cacharritos” electrónicos varios y un saz eléctrico, primero salieron a hacer las pruebas de sonido (por las que se disculparon, porque no les había dado tiempo) y, cuando iniciaron el concierto, los pies y las cabezas se dispararon. Descaro y cultura musical son la batidora perfecta para mezclar la armonía africana y asiática, el space disco y lo andalusí, con un poco de lo-fi electro y algo de drum & bass (me estoy pasando con los estilos, ¿verdad?; pues aún me dejo más de la mitad fuera) en una sesión acogida con euforia desatada, tan desatada que, en algún momento, los rostros de Niko Shin y Axel Moon parecían entre perplejos y encandilados. Demostraron que se puede innovar y, al mismo tiempo, disfrutar y hacer gozar con temarrales y sesiones que ojalá no acabasen.
Un colofón a un festival que demostró una gran exquisitez a la hora de programar a los artistas y montar un cartel tan diverso y estimulante.