Mayo no podía comenzar mejor. Recuerdo salir del teatro convencida de que este mes de mayo tenía que ser memorable sí o sí con un inicio tan mágico. José González, dos guitarras y un Tívoli entregado al talento sublime del cantautor sueco.
José González debió ser encantador de serpientes en otra vida. Solo así se puede explicar el poder que ejerce sobre el público que, ya sea en Barcelona con motivo del Festival Mil·leni o en Nueva York, Estocolmo o cualquier otra ciudad del mundo, acude a verle. Completamente hipnotizados por esos acordes tan suyos, los allí presentes nos trasladamos a un mundo paralelo y envolvente del que resultaba imposible escapar. Incluso los aplausos eran contenidos en una puesta en escena minimalista. Parecían no querer romper el clímax permanente que se vivió durante la hora y media de concierto. Tampoco molestar al artista que necesitó poco más que una silla, dos guitarras, el juego de luces y su voz para conquistarnos.
Poco importó que José González se mostrara parco en palabras. Su música bastaba. Seis cuerdas rasgadas con dulzura y pasión, con suavidad, pero también nervio y una voz sugerente. Todo y nada. Nada y todo. Una tras otra se deslizaban las canciones y cada una de ellas dolía un poquito más. El final cada vez estaba más cerca. Pero no importaba. No todos los días se puede disfrutar en directo de uno de esos músicos que pertenecen al selecto club de quienes traspasaban la frontera de la música con sus creaciones. Y José González es uno de ellos. Su música es mucho más que unos acordes. Su música es emoción en estado puro, arte.
El concierto se hizo corto. Siempre lo es con el músico sueco. Tal vez ese sea su secreto. Dejar al público siempre con ganas de más. De más canciones, de más acordes, pero sobretodo, de más magia. En los tiempos del consumo rápido y sesgado de música, José González resulta un remanso de paz. Un oasis en el que sentirse a salvo y dejarse llevar olvidándose del teléfono móvil. El tiempo parece detenerse sabedor de que no son las manijas del reloj, sino los acordes de González los que marcan el ritmo.
Foto: Meritxell Rosell